lunes, septiembre 29, 2008

Hay Festival Segovia 2008

Un año más en el Festival Hay de Segovia. Llegué el sábado y me marché el domingo. Viaje relámpago en esta ocasión, pero me dio tiempo a asistir a las siguientes charlas:
-Álvaro Enrigue y Alejandro Zambra en conversación con Jorge Herralde.
-Cristina Fernández Cubas en conversación con Juan Antonio Masoliver.
-Un cine de palabras: Edgardo Cozarinsky y Jesús Ferrero en conversación con Félix Romeo.
-Nuevos narradores: Javier Argüello, Cristina Grande y Ricardo Menéndez Salmón en conversación con Malcolm Otero Barral.
-La literatura y el escritor: Mario Vargas Llosa.
-Bernardo Atxaga e Ignacio Martínez de Pisón en conversación con Luis Alemany.


Las iré contando en próximas entradas, pero aprovecharé ésta para hablar de algunas cosas tangenciales.
En primer lugar, me llamó la atención que las obras que se hallan frente al Acueducto siguen sin terminarse. Ignoro cuándo está prevista su finalización, pero me sorprendió encontrarlas prácticamente igual que el año pasado.



Por otra parte, algunos actos tienen lugar de forma simultánea, por lo que la elección de unos conlleva inevitablemente la renuncia a otros. Esto es curioso, pues cuando se coincide con las mismas caras en dos o tres actos, se piensa que esas personas tienen algo en común con uno mismo.
Este año acudieron también Michael Ondaatje, Daniel Pennac, Carme Riera, Andrés Ibáñez, Paul Preston, Diane Wei Liang, Juan Manuel de Prada, Espido Freire, Aminatta Forna, Juan Goytisolo, etc. Pero a sus charlas no pude asistir.

Me hizo mucha ilusión encontrarme con David González, que andaba por allí entrevistando escritores para la muy recomendable web “Avión de papel”.



La jornada del domingo resultó un poco extraña, ya que la noticia de portada de todos los periódicos era la muerte de Paul Newman, un mito del cine, protagonista de títulos que forman parte de nuestro imaginario colectivo, y esto me dejó un poco consternado, el día transcurrió un poco más lento de lo normal.

Sólo me resta anunciar que ya salió el número 11 de la Revista Narrativas, con el siguiente índice:

● Ensayo
Novelas negras argentinas: entre lo propio y lo ajeno, por Martha Barboza

El cine de las ilusiones de Paul Auster, por Alfredo Moreno
Nocilladream.afm, por Oscar Sáenz Corchuelo

● Relatos
La puerta falsa, por Sergio Ramírez
El detective poeta, por Salvador Gutiérrez Solís
Ritual con mar, lluvia y cuadros de Manet, por Arnoldo Rosas
Ada Neuman, por Patricia Esteban Erlés
Dos siluetas de simulcop, por Pablo Giordano
El legado del sueño, por Eva Díaz Riobello
Cambio de centuria, por Julio Blanco García
La espera, por Rosa Lozano Durán
Las tres, por Lourdes Aso Torralba
Fluorescente, por Gilda Manso
Chicle, por Luis Emel Topogenario
Amor eterno, por María Dubón
Polvo maldito, por Paul Medrano
Escalera de melodía, por Emilio Gil
Manflora, por Luis Mariano Montemayor
El taxidermista, por Fulgencio Martínez
La perla de Córdoba (II), por Carlos Montuenga
Primer día, por Lara Moreno
Dicen los fotógrafos suicidas, por Francisco Javier Pérez
No somos nada, por Juan Antonio González Cantú
La silla, por Jonathan Minila Alcaraz
The green hole, por Antonio J. Real
Debut Inocuo, por Rolando Revagliatti
En el Urupagua, por Eduardo Cobos
Algún día, por Javier Guerrero
Accidente, por Miguel Sanfeliu
Amor carnal, por Gina Halliwell
La mujer de mis sueños, por Juan Carlos Ordás
Muerte en una página, por Daniel A. Gómez
El pergamino, por Óscar Solana López
Exorcismo, por Víctor Montoya

● Novela
Crónica de una inundación (Extracto), por Juan Carlos Vecchi
Fuegos de artificio (Capítulo), por Carlos Manzano

● Narradores
Soledad Puértolas

● Reseñas
“El país del miedo” de Isaac Rosa, por Vicente Luis Mora
“Cuentos y relatos libertinos” edición de Mauro Armiño, por Recaredo Veredas
“España” de Manuel Vilas, por Luisa Miñana
“La grieta” de Doris Lessing, por María Aixa Sanz
“La tarde del dinosaurio” de Cristina Peri Rossi, por Carlos Manzano

● Entrevista
Joaquín Diez-Canedo (editor), por Omar Piña

● Miradas
Pensar la soledad es pensar la muerte, por Juan Fernando Covarrubias

● Novedades editoriales

domingo, septiembre 21, 2008

David Foster Wallace



David Foster Wallace era un escritor de escritores. No se puede entender a la nueva generación de escritores norteamericanos sin tenerlo en cuenta. Era el más importante, el más torrencial, el más innovador. Esta semana comenzó con el anuncio de su muerte. David Foster Wallace se ahorcó en su domicilio. Lo encontró su mujer, Karen Green. Vivían en Clearemont, California. Era profesor de escritura creativa en la Universidad de Pomona. Era un escritor admirado, un autor esencial en la historia de la literatura. Tenía 46 años. Eduardo Lago, en el obituario que escribió para El País informa que hace unos años “el propio escritor pidió que lo internaran en una unidad de vigilancia hospitalaria pues no se sentía capaz de controlar su pulsión suicida”.

La noticia me pilló desprevenido. Intenté comentarla con algunos amigos, pero pocos sabían a quién me refería. No era un personaje popular, excepto entre la gente aficionada a la escritura. De hecho, los libros de Foster Wallace provocan que a uno le entren ganas de ponerse a escribir. Su prosa, que se despliega en varias direcciones, difícil de controlar, aunque el autor la sujeta con mano firme, impidiendo que se desboque, como parece ser su tendencia, resulta elegante e hipnótica, todo un ejercicio de estilismo fascinante ante el que sólo nos queda maravillarnos y contener nuestro asombro. Sus libros se involucran en la realidad, indagan en el tejido social, y toma partido, con sentido del humor, pero también con sentido de la responsabilidad. Es un autor crítico con el mundo en el que le ha tocado vivir.
Sin embargo, encuentro pocas referencias a la muerte de este autor. No escucho nada en ningún programa de televisión. Tampoco por la radio. Pocas líneas en la prensa. Es en internet donde están las referencias que buscaba. Los blogs se encargan de difundir la noticia, de cantar los logros del autor desaparecido, blogs de admiradores incondicionales, algunos empeñados en demostrar quién es el más “FosterWallaciano” de todos. Yo tan sólo he leído un par de libros, aunque eso no me impide estar al día sobre cada una de sus publicaciones, sobre su influencia y su importancia. Tampoco por ello siento menos su muerte. De hecho, no me la quito de la cabeza.
Es el momento de comprar los libros suyos que aún no tengo. Seguro que todos serán reeditados en breve. Siempre es así. Cuando un autor muere, la gente sale a comprar sus libros. Yo también lo hago, no puedo negarlo.

David Foster Wallace ha pasado a formar parte de esa macabra lista de autores que decidieron poner fin a su vida; como Ernest Hemingway, que se pegó un tiro; o Jerzy Kosinski, que se asfixió cubriéndose la cabeza con una bolsa de plástico; o Sylvia Plath, que metió la cabeza en el horno y abrió el gas después de sellar la puerta de la cocina con cinta aislante y preparar el desayuno de sus hijos pequeños, que todavía dormían; o Virginia Woolf, que metió piedras en los bolsillos de su vestido y se sumergió en las aguas del río Ouse, en el condado de Sussex; o Sarah Kane, que se ahorcó con los cordones de sus zapatos, en el baño de una habitación de hospital, cuando tenía tan sólo veintiocho años; o John Kennedy Toole, que también se ahorcó, creyendo que era un escritor fracasado; o Hunter S. Thompson, que se pegó un tiro hace unos años, porque pensó que haber vivido 67 era más que suficiente; o Yukio Mishima, que se hizo el hara-kiri; o Jack London, Maiakovski, Quiroga, Mariano José de Larra, Primo Levi, Cesare Pavese, Emilio Salgari, y tantos y tantos otros.
La literatura es un refugio…
Ahora, uno se fija en las referencias al suicidio que se encuentran en las páginas que escribió, como ese relato titulado “El suicidio como una especie de regalo”. O el siguiente párrafo, que encuentro en su relato “Lyndon”: «La mala fortuna quiso que Jeffrey viera en aquello razón suficiente para quitarse la vida, y se la quitó de una manera especialmente desagradable. Y en la mesa que había junto a los tubos de la calefacción de los cuales se colgó, dejó una nota…»
Pero creo que Foster Wallace no dejó ninguna nota.


La fotografía es de Suzy Allman, publicada por The New York Times.

domingo, septiembre 14, 2008

Crisis

Cuando Juan López se detuvo frente a la entrada del edificio de oficinas en que trabajaba y, sin previo aviso, se puso a bailar a ritmo de rap, provocó sonrisas, expresiones de asombro y elocuentes movimientos de cabeza; solo quienes le conocían muy bien supieron comprender que acababa de sufrir un agudo ataque de nervios. Su Jefe llegó en ese momento y, al verlo tumbado sobre la acera, dando vueltas y vueltas, sin acabar de dar crédito al espectáculo que se le ofrecía, tomó una decisión con presteza y, al compás de aquel bailoteo, pidió a López que le acompañara a su despacho.
El despacho del Jefe se asemejaba a una enorme sala de operaciones o, al menos, causaba en López el mismo ánimo que si lo fuese, tanto es así que el solo crujido del asiento de cuero le hizo sentir tan asustado como si acabara de despertar de una horrible pesadilla. "Perdóneme, no sé qué es lo que me ha pasado". Pero el Jefe sí parecía saberlo, por supuesto; y no solo eso, sino que también era poseedor del remedio a sus problemas.
‑López, tómese la semana libre, vaya al campo con su familia, descanse, relájese, olvide el trabajo unos días y verá cómo el lunes se encuentra en plena forma.
El abatido Juan López dio las gracias y se marchó. Sus compañeros intentaron interesarse por su estado pero él los ignoró, absorto en sus propios problemas, preguntándose dónde ir a pasar el día, pues a su casa no le apetecía volver tan pronto, ya que el ambiente que le esperaba en ella no era el más propicio para superar una crisis. Su mujer llevaba varios días hablándole del divorcio y confesándole un sinnúmero de aventuras sexuales, mientras su hijo se encerraba en la habitación y se inyectaba cocaína o heroína o lo que mierdas fuese, con una insoportable música a todo volumen. No era precisamente la estampa familiar que había soñado a lo largo de su vida. Su hogar no era el reposo del guerrero, mas bien era la guarida de las fieras.
Arrastrando las piernas llegó hasta el parque de los Viveros y se dejó caer en un banco de madera, los pies en el suelo y la cabeza hundida entre los hombros. Un viento impertinente revolvió los cuatro pelos con los que intentaba ocultar su incipiente calva pero no le importó. Sus pequeños ojos grises se clavaron en el suelo examinando el enorme esfuerzo de unas hormigas que transportaban una cucaracha muerta. Antes de que se diera cuenta le cayó una lágrima que casi aplastó a uno de los insectos. Levantó la vista hacia un cielo que tenía las persianas cerradas y aspiró con fuerza el aire húmedo de la mañana.
Recordó los días que había pasado en aquel parque cuando era niño y todo le parecía muchísimo más grande, cuando el futuro era una imprecisa esperanza de felicidad, cuando se sentía seguro entre los brazos de sus padres. Entre estos árboles había paseado con su primera novia y, sentados en uno de estos bancos, se habían besado. Tal vez si se hubiese casado con ella todo hubiese sido distinto.
Una muchacha pasó entonces frente a él y le sacó de sus pensamientos. Era joven y bonita y, detrás de sus largas piernas, correteaba un pequeño perro de color blanco. Inmediatamente, Juan López sintió envidia de aquel animal, ausente de los problemas humanos, receptor de las caricias que le prodigaría su hermosa dueña, feliz correteando por el parque entre perfectas piernas de seda, con su ración de comida asegurada; y sin agobios de pagos ni stress ni hijos drogadictos ni nada de nada.
El perro se le quedó mirando fijamente, sintiendo sin duda pena por su lamentable estado. O quizá en su ignorancia envidiaba la situación de Juan López quien, por su parte, correspondió a aquella mirada con otra que intentaba escarbar en la pequeña cabeza del animal. Sus ojos se cruzaron fijamente hasta hacerle sentir que se desprendía de su cuerpo. Inexplicablemente, Juan López se vio a sí mismo sentado en el banco del parque, con expresión ausente y profiriendo suaves ladridos. Se vio desde lejos y sintió una extraña energía. Dio una vuelta sobre sí mismo y varios brincos, presa de una inexplicable sensación de euforia. Meneó la cola con fuerza y se acurrucó entre las largas y suaves piernas de su dueña.

domingo, septiembre 07, 2008

Dejad de quererme



Junto a la Plaza de España, en Madrid, encuentra uno más de una docena de salas que proyectan películas en versión original. Todas muy cercanas: Golem, Princesa, Renoir… Un lugar ideal para ver interesante cine de autor. A veces, cuando ando por allí, entro en una sala y, al salir, siento la tentación de entrar en otra. Y alguna vez lo he hecho. En otras ocasiones, se queda en mi cabeza un trailer, una película que ha llamado mi atención por algo y tengo que volver para verla. Esto es lo que me pasó con “Dejad de quererme”, película francesa dirigida por Jean Becker.
Un día de este verano, dejé a la familia durmiendo la siesta y me escapé al cine. Primera sesión. Soy de las pocas personas que prefieren ir a la primera sesión. Me gusta porque suele haber poca gente y me sirve de descanso, aunque admito que se corre el riesgo de quedarse uno dormido si la película resulta aburrida. No es el caso de “Dejad de quererme”.

La historia te atrapa desde el principio. De pronto, nos enfrentamos a un personaje que parece que acaba de estallar. En una reunión de trabajo empieza a decir lo que nadie se atrevería a decir en ninguna empresa. Se trata de una compañía de publicidad y Antoine (Albert Dupontel) empieza a insultar a un importante cliente. Pero no termina ahí la cosa. También la emprende con su suegra, y con su mujer, y se muestra duro con sus hijos… Antoine acaba de cumplir 43 años y parece haber entrado en crisis, haber estallado, como una bomba que arrasa lo que encuentra a su paso. Su mujer (Marie-Josée Croze) le acusa de tener una amante. Entonces él aún grita más fuerte. Dice que se asfixia, que se aburre. Es un hombre de éxito, con una familia perfecta, una casa perfecta, pero que parece descubrir que todo lo material es accesorio y sólo sirve para decorar la hipocresía y la vacuidad. Una crisis existencial que alcanza su punto álgido en la fiesta de cumpleaños que le preparan sus amigos y que terminará, como suele decirse, como el gallo de la aurora. Escenas que no tienen desperdicio. Nosotros seguimos a ese personaje, entre divertidos y horrorizados. Nos dejamos arrastrar por las escenas desbocadas.
Todos los actores están perfectos. Albert Dupontel es quien lleva el peso de la historia y la construcción que hace de su personaje es impecable. Su fuerza en la pantalla se muestra intensa y convincente. Y la dirección de Jean Becker es milimétrica y opta por un dinamismo y una cercanía que nos sitúan sin problemas dentro de esta historia basada en la novela “Deux jours à tuer”, de François D'Epenoux.
Por momentos, pensé en el personaje de la novela “El adversario”, de Emmanuel Carrère, que ha sido llevada al cine en varias versiones: “El empleo del tiempo” (Laurent Cantet), “El adversario” (Nicole García), y “La vida de nadie” (Eduard Cortés); y que narra la historia de Jean Claude Romand, la historia de una impostura que produjo trágicas consecuencias. Pero nada tiene que ver una historia con la otra. Sin embargo, creo que “Dejad de quererme” habría ganado si hubiera mantenido el grado de misterio. Eso es lo que nos interesa de alguien como Romand, que sus actos nos parecen incomprensibles, que su actitud escapa al sentido común. En cambio, Jean Becker conduce su película hacia un cierre más conciliador, hacia una explicación de los hechos que no deja de resultar un poco tramposa pero que consigue conmovernos.

En cualquier caso, se trata de una película muy interesante, con momentos desconcertantes que nos desarman, nos convierten en seres vulnerables que miran todo lo que les cuentan con la sorpresa en la mirada. No es nada fácil conseguir algo así. “Dejad de quererme” es una de las películas más interesantes que se han estrenado últimamente, y cuyo mensaje se nos queda en la cabeza durante mucho tiempo, quizá para siempre.


lunes, septiembre 01, 2008

Regreso

Se acaban las vacaciones. Vuelve la rutina diaria. Uno quiere aprovechar el tiempo de ocio para hacer lo que dejó pendiente durante el año y luego resulta que es incapaz de realizar todo lo que se propuso. He leído, he visto películas, he descansado, sí… pero vuelvo con libros por leer, con nuevas adquisiciones que ya iré comentado, y muchas tareas inacabadas. Además, tengo dormido el dedo meñique de mi mano izquierda desde hace más de un mes. Dicen que debe ser por un pinzamiento situado en algún punto entre el cuello y el codo. Sin embargo, yo soy un poco hipocondríaco.
Estuve desconectado de internet y escribí poco o nada. Me ha dado por pensar en lo que influye el lugar en el que uno está acostumbrado a escribir. Recuerdo que es bastante común, cuando se entrevista a un escritor, preguntarle cómo y dónde escribe, si lo hace a mano o a máquina, si utiliza papel usado o de colores, si tiene un lugar específico o lo hace en cualquier parte. Siempre sentí envidia por quienes confesaban ser capaces de ponerse a escribir en un bar, en una estación de metro, en mitad del campo… Yo no puedo, debo admitirlo y asumirlo. Me gustaría, pero soy incapaz. Me distraigo con cualquier cosa, me quedo observando a la gente, los coches, los escaparates, la forma de las nubes… Y mi mente me lleva lejos. Me evado a un lugar impreciso, entre lo real y lo imaginario.
Encontrarme de nuevo en mi espacio propio me ayuda a concentrarme. Todo se ordena poco a poco y las palabras empiezan a salir.

Ya de vuelta del verano, he ido a ver “¡Mamma mía!”, una película que te dibuja una sonrisa y te hace mover el pie al ritmo de la música sin que te percates de ello. Meryl Streep es una actriz inmensa y genial. Cuando llegué a casa pensé que tenía que buscar “La decisión de Sophie”, por una de esas asociaciones que uno hace.

Vean a Meryl Streep cantando: