viernes, agosto 01, 2008

Franz Kafka

Durante muchos años he vivido la literatura en soledad. Es algo que raramente he compartido con nadie, salvo en muy contadas ocasiones. Cuando algún amigo, en la infancia y la adolescencia, me llamaba para salir por ahí, muchas veces yo prefería quedarme escribiendo. A veces, pensaba que lo que me ocurría no era normal, pues a nadie más parecía pasarle lo mismo.
Las clases de literatura me iban mostrando autores. Algunos me interesaban más que otros. Con unos me identificaba más que con otros. El descubrimiento de Kafka fue determinante. El modo obsesivo en que vivió la escritura me hizo ver que, efectivamente, yo no era un espécimen raro, o al menos no tanto como aquel hombre pequeño, huidizo, que aparecía en las fotos con un abrigo que le venía grande y un sombrero que le sentaba fatal. Un hombre que llevó una vida anodina, trabajando en una oficina de una compañía de seguros, y que lo único que deseaba en la vida era escribir. Recuerdo que en una carta decía que le gustaría estar en un sótano escribiendo todo el tiempo, y que sólo lo interrumpieran para hacerle llegar un plato de comida de vez en cuando. Bueno, la cita no es exacta, la reproduzco de memoria, pero era algo así. Y a mí eso me impresionaba, y pensaba que era un estado envidiable. El otro acontecimiento que me causó un gran impacto fue enterarme de que le había pedido a su amigo Max Brod que quemara todo lo que había escrito en su vida, que lo quemara todo… Me parecía algo tremendo. ¿Cuál era el sentido de la escritura entonces? No lo entendía. Es más, yo soy exactamente lo opuesto. Lo almaceno todo. Conservo incluso una pequeña libreta, en la que ya apenas se distinguen los dibujos, con una especie de tebeo que confeccioné cuando tenía, supongo, unos doce o trece años. No entendía el deseo de destruir su obra. ¿Se avergonzaba de ella? ¿Temía que cuando la gente viera las extrañas historias que escribía pensaran que era un ser trastornado? No lo sé. Nunca lo he entendido y, por eso mismo, siempre me ha fascinado. El tercer golpe que recibí de Kafka fue, naturalmente, cuando empecé a leerlo. El primer libro que leí de él fue “La metamorfosis”, y me resulta muy difícil expresar lo que aquella historia supuso para mí. El modo en que una trama absurda, repulsiva incluso, se trataba como si fuera lo más normal del mundo. Gregorio Samsa se despierta convertido en un escarabajo (¡un escarabajo!) y nadie de su familia parece horrorizarse, únicamente recibe reproches, mientras él tampoco se angustia por su nueva situación, no se desespera por verse convertido en un insecto, tan sólo está preocupado porque llegará tarde al trabajo. Aquello era lo más extraño que había leído nunca, extraño y fascinante. Y quedé deslumbrado y seguí leyendo todo lo que caía en mis manos de Franz Kafka. “El proceso” plantea de nuevo una historia angustiosa que parece escapar a toda lógica, pues un hombre resulta acusado de algo que desconoce y su peregrinar en busca de la razón de su proceso, le lleva de un sitio a otro, de un sinsentido a otro; y lo curioso es que al final llega a convencerse de su culpabilidad. Lo mismo le ocurre al protagonista de “El castillo”, que pretende llegar al castillo para conocer el encargo por el que han requerido su presencia, pero siempre hay algo que se lo impide. Pero quizá son los relatos de Kafka lo que prefiero. He leído casi todos sus relatos, por no decir todos. Muchos de ellos se han quedado a vivir en mi memoria, como “La condena”, “En la colonia penitenciaria” o “Un artista del hambre”, por citar algunos. También recuerdo la lectura de su “Carta al padre”. Su ira contenida, su sosegada rabia, su elegancia… Una carta escrita por la necesidad de decirle a su padre todo lo que no se atrevió a decirle en toda su vida, un largo discurso que manifiesta, a mi entender, no sólo un reproche hacia su padre por su actitud con él, por su severidad, sino un rasgo de autoafirmación, la prueba de que Kafka ha aprendido a aceptarse como es, hasta el punto de poder echarle en cara a su padre lo poco que lo entendió, lo poco que lo ayudó.

La extensa correspondencia de Kafka, recogida principalmente en los libros “Cartas a Milena”, “Cartas a Felice” y “Cartas a Max Brod”, así como sus diarios, son documentos imprescindibles para comprender a este autor, para darse cuenta de lo atormentado que vivía, del torrente de desesperación que le invadía bajo su aparente imagen de persona tímida, de anodino funcionario.
Kafka siempre fue importante para mí, quizá por eso no había escrito sobre él todavía, al menos directamente, a excepción de la reseña del libro “Escritos sobre el arte de escribir”. Aún ahora, me preocupa no estar a la altura, no saber transmitir lo que lo hace indispensable, lo que aporta, la vigencia y la potencia de su estilo para explicar nuestras contradicciones y nuestros miedos. Lo que me fascina de Kafka es, sobre todo, su actitud ante la literatura, el modo en que se aferró a la escritura para sobrevivir, la doble existencia que eso supuso. Odiaba todo lo que le rodeaba, especialmente su trabajo en la oficina, todo le era hostil, todo le asustaba y le hacía sentirse acosado, y tan sólo la escritura se le ofrecía como un lugar seguro.

Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883, en Praga, en el seno de una familia judía de clase media. Su padre era comerciante y tenía un carácter autoritario. Tuvo tres hermanas: Elli, Valli y Ottla. Kafka quería estudiar filosofía, pero su padre consideraba ésta una carrera inútil, así que se matriculó en Químicas, sólo para abandonarla al poco tiempo y matricularse, finalmente, en Derecho. Intentó abandonarlo y matricularse en unos cursos de Literatura, pero comprendía que sólo tendría sentido estudiar literatura si se marchaba a Munich, cosa que su padre no estaba dispuesto a apoyar. Así que volvió al Derecho y terminó la carrera sin demasiado esfuerzo y mucha desgana.
Por esta época surgió la amistad con Max Brod, un hombre con quien tenía muchos puntos en común, pues también estudiaba Derecho y también quería ser escritor, y que aparentaba gran seguridad en sí mismo, ya que no tenía problema en mostrar sus escritos a la menor oportunidad o en hablar en público. Además, también era un hombre físicamente fuerte, al contrario que Kafka. Esta amistad duraría toda la vida. Por mucho que algunos lleguen a cuestionarlo, resulta evidente que Brod sentía verdadera admiración por Kafka.
Kafka encuentra el modo de ganarse la vida en una oficina de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, un trabajo que le produce hastío y que aborrece. «El hecho de que, en tanto no me haya liberado de mi oficina, estoy sencillamente perdido, me resulta de lo más claro; de ahí que se trate tan sólo, mientras ello sea posible, de mantener la cabeza lo bastante alta para no ahogarme», escribe en su diario el 18 de diciembre de 1910.
Pese a que él mismo se define como un ser atormentado, insatisfecho, depresivo, incapaz de soportar a nadie, víctima de lo que llama “falta de relación con la vida”, en realidad parece ser que era una persona afable, con mucho sentido del humor y gran conversador. Así al menos lo define su amigo Max Brod.

Al parecer, publicar no era algo obsesivo para Kafka. Él necesitaba escribir, publicar era algo secundario. Además, le imponía demasiado respeto y sólo cuando estaba absolutamente convencido de un texto, convencido sin fisuras de ningún tipo, sólo entonces se lanzaba a publicarlo, como le ocurrió con el relato “La condena”, que lo escribió durante una noche en vela, en estado febril, de un tirón, como suele decirse, y que le pareció lo mejor que había escrito nunca, hasta el punto de enseñarlo rápidamente a todo el mundo y pedirle a Brod que le ayudara a publicarlo, cosa inusual, pues siempre era Brod quien le insistía para publicar algo y, cuando lo conseguía, Kafka empezaba a ver imperfecciones en cuanto el texto estaba ya impreso. El caso es que la redacción de “La condena” le hace ver a Kafka que los resultados son mejores si escribe de noche, así que se distribuye la jornada del modo que considera mejor para escribir. Después del trabajo, come y se acuesta a dormir. Se levanta sobre las siete de la tarde, hace gimnasia, sale con los amigos, cena con la familia y de 10:30 en adelante se pone a escribir, hasta la una, aunque no es raro que la jornada se alargue.
El primer libro que publica se titula “Contemplación”, y en él se reúnen los textos que había publicado en revistas. Con este motivo, escribe en su diario el 11 de Agosto de 1912: «Nada, nada. ¡Cuánto tiempo me hace perder la publicación del pequeño libro y cuánta presunción ridícula, perjudicial, surge al leer estas viejas cosas con la perspectiva de publicarlas! Sólo esto me impide escribir. Y sin embargo no he conseguido realmente nada; la perturbación es la mejor prueba de ello. De todos modos ahora, tras la publicación del libro, tendré que mantenerme aún mucho más apartado de las revistas y de las críticas, si no quiero darme por satisfecho con meter únicamente las puntas de los dedos en la verdad». Su relación con la escritura es atormentada, es sufrimiento y necesidad, como si sintiese que tenía que llevar a cabo su obra pese a cualquier circunstancia, lo cual hace más incomprensible el hecho de que publicase muy pocos textos en su vida y que pidiese que el grueso de su obra fuese destruido tras su muerte. A Gustav Janouch, autor del libro “conversaciones con Kafka”, le dijo en cierta ocasión: «Mis garabatos no merecen una encuadernación en piel. Son sólo mi espantajo personal. No se deberían ni siquiera imprimir. Deberían ser quemados y eliminados. Carecen de toda importancia». ¿Quién iba a decirle entonces el papel que su obra iba a ocupar en la historia?

Consagró toda su vida a la literatura y, pese a que persiguió a Felice Bauer con verdadera obsesión, y consiguió que accediera a casarse con él en varias ocasiones, lo cierto es que no llegó a materializar tal compromiso. De pronto, se veía asaltado por las dudas, por los remordimientos, y se daba cuenta de que la vida de escritor era incompatible con el matrimonio. Le aterraba que casarse con Felice no le permitiera ya nunca abandonar la oficina y lo alejase de la escritura, una actividad para la que necesitaba disponer de muchas horas en soledad. Por fin, fue la tuberculosis la que le libró tanto de la boda con Felice como de la oficina. A causa de dicha enfermedad, tuvo que pasar temporadas en el campo. En Shelesen conoció a Julie Wohryzek y sintió de nuevo deseos de casarse. Julie Wohryzek era hija de un zapatero y el padre de Kafka puso el grito en el cielo. En la “Carta al padre” hace referencia a este hecho: «Me dijiste más o menos: “Seguramente se puso una blusa muy mona, como saben hacerlo las judías de Praga, y naturalmente decidiste enseguida casarte con ella. Y lo antes posible, dentro de una semana, mañana, hoy. No te entiendo; eres un hombre hecho y derecho, vives en la ciudad y no se te ocurre nada mejor que casarte con la primera mujer que se te pone a tiro. ¿Es que no hay otras posibilidades? Si tienes miedo, yo mismo te acompañaré”». Un párrafo que Franz Kafka reproduce de memoria y que deja bien a las claras el carácter del padre. En esa misma carta, todo un ejercicio de introspección y análisis, se cuestiona por qué no se ha casado, llegando a la conclusión de que es “intelectualmente incapaz para el matrimonio”: «Esto se manifiesta en el hecho de que, a partir del momento en que decido casarme, ya no puedo dormir, me arde la cabeza día y noche, mi vida no es vida, ando tambaleándome, presa de la desesperación». Más tarde conocería a Milena Jesenská. Ella le mandó una carta explicándole que estaba interesada en traducir algunos de sus escritos y, a partir de ahí, comenzó entre ellos una amistad muy estrecha. Ella estaba casada con el escritor Ernst Polak. Se vieron en pocas ocasiones, aunque llegaron a mantener una relación intensa y muy especial. La correspondencia con ella es un ir y venir constante, un adelante y atrás, pero de una complicidad y una afinidad evidentes. Kafka llegó a dejarle parte de su diario personal para que ella lo leyera. Él le dice: «contigo en el corazón puedo soportar cualquier cosa». Pese a ser una mujer muy segura de sí misma, también llegó a sentir miedo del intenso tormento interior de Kafka. Finalmente, fue Dora Dymant la mujer con la que vivió los últimos años de su vida, sin llegar a casarse. Ella era quince años más joven que él. Se puede decir que con Dora fue feliz, ella supo respetar su tiempo para escribir y constituía un apoyo imprescindible para el estado de ánimo de Kafka, cada vez más mermado por la enfermedad. Se sabe que le pidió que destruyera algunos de sus escritos delante de él, y los quemaron en la estufa. Dora estuvo a su lado hasta el día de su muerte, víctima de la tuberculosis, que le destrozó la laringe. Murió el 3 de Junio de 1924. Kafka tenía cuarenta y un años de edad. Con él se encontraba su amigo, el médico Robert Klopstock, que le había prometido aliviar su sufrimiento cuando éste fuese insoportable. Kafka le dijo esa última noche: “Mátame, o eres un asesino”. Klopstock le administró una inyección y lo último que dijo Kafka fue: “yo me voy”.

El héroe o antihéroe kafkiano, un hombre cualquiera, poco definido, nombrado casi siempre por una sola letra, K, está en un mundo cuyo sentido se le escapa, sujeto a una serie de normas que le ayudan a moverse en él, pero sin entender el mecanismo que mueve el engranaje que lo engulle sin piedad alguna. En un decorado que se encuentra sujeto a la normalidad se desarrolla una trama que resulta delirante. El hombre intenta llegar a alguna parte, comprender lo que le rodea, respetar las normas, pero de una forma inevitable se ve arrastrado por las circunstancias. Y nosotros, simples testigos impotentes de su periplo, captamos la angustia en toda su dimensión. Kafka llegó a decir que no sabía si escribía para salvar su alma o para condenarla, y hay quien afirma que quiso destruir sus escritos porque se arrepentía de ellos, ya que todos se centran en la angustia y la desesperación. Sólo él sabía sus motivos, así que se puede seguir elucubrando sobre ello, es algo que lo hace más grande.
Podrían decirse muchas cosas sobre Kafka. Uno de los autores más importantes que han existido. Puede hablarse mucho sobre el modo atormentado en que vivió la escritura, sobre sus opiniones, sus miedos, sus indecisiones, sus contradicciones, todo aquello que se refleja en sus escritos, aunque parece que hay también otro Kafka, más divertido, más emprendedor, dispuesto incluso a asesorar a gente humilde para que puedan ganar frente a la propia compañía de seguros en la que él trabajaba. Desconozco hasta qué punto se ciñe a la realidad la visión que tengo de él. En cualquier caso, me gusta pensar en Kafka como alguien capaz de comprenderme cuando siento que nadie me entiende; alguien para quien la literatura era un refugio, el único lugar en el que se encontraba a salvo.